Se
cuenta la historia de un águila que había construido su nido en lo alto de un
peñasco.
Cierto
día cuando volaba en torno de su nido, el águila vio a su aguilucho recién
nacido que se agarraba desesperadamente del borde del nido, tratando con todas
sus fuerzas de sostenerse e impedir así una caída al abismo, lo que sería
fatalmente su fin.
Como
era imposible alcanzar el peñasco antes que su cría cayera, el águila descendió
con la velocidad de un rayo debajo de su hijito y abrió sus fuertes alas para
interrumpir su caída. Con su cría agarrada a ella el águila planeó entonces con
seguridad de vuelta al nido.
Moisés,
antes de su muerte, dando su bendición al pueblo, les aseguró que Dios no los
abandonaría y por eso dijo: “El Dios eterno es tu protector y por debajo tuyo
extiende sus brazos eternos”. (Deuteronomio 33.27).
Aun
hoy podemos confiar en esta promesa. Así como el águila extendió sus alas para
interrumpir la caída de su cría, así Dios extiende sus brazos para interrumpir
la caída de cada uno de sus hijos. A veces Dios llega a permitir que caigamos
de nuestro nido (sufrimientos, pérdidas, desilusiones, problemas familiares,
etc.), para mostrar cuán débiles e impotentes somos, para sentir cuán
dependientes somos de su protección. Sólo que Dios no quiere que lleguemos
hasta el suelo y nos invita a través del salmista: “Entrega tu camino al Señor,
confía en él y el resto él lo hará” n (Sl 37.5)
Creo
en las promesas de Dios porque yo creo en un Dios vivo. Creo que Dios no perdió
su poder, sino que continúa extendiendo sus brazos para ampararme. Creo en
aquella promesa bíblica: “Vengan a mi todos ustedes que están cansados de
cargar sus pesadas cargas y yo los aliviaré” (Mateo 11.29). Creo en la
ayuda de Dios ¿Y tú?
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