¿No es maravilloso saber que no podemos desilusionar o engañar a Dios? Puesto que el Señor Jesús conoce cada decisión que tomamos, Él nunca puede ser sorprendido o decepcionado por nuestras decisiones. Él no tiene falsas expectativas de lo que Él puede o no lograr, y nos ama, pase lo que pase.
Cuando otras personas pasan por experiencias difíciles, dolorosas o decepcionantes, algunos se apresuran a hablar de Romanos 8.28: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan para bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados”. Pero, ¿aplicamos este versículo a los desafíos de nuestra propia vida? Porque aconsejar es fácil, pero cuando tenemos que vivir en nuestra propia piel, ¿cómo actuamos? ¿Tenemos fe en que Dios está trabajando a nuestro favor, no importa cuán preocupantes puedan ser, para al final traernos la victoria?
Creemos que Jesús es el Mesías que vendrá otra vez. Creemos en la salvación por medio de la fe. Creemos que pasaremos la eternidad en el cielo. Decimos sinceramente “¡Amén!” a todo eso, pero cuando sufrimos una gran decepción en la vida, clamamos: “Señor, ¿dónde estás que no lo veo? ¡Ayúdame!”
Una cosa es conocer esas verdades intelectualmente, pero otra cosa es vivir por fe. ¿Podemos aplicar los principios de las Sagradas Escrituras a nuestra vida diaria para que las desilusiones imprevistas no nos impidan ser los Siervos que Dios quiere que seamos?
Sufrir decepciones no significa que nuestro Señor no nos ama. Él desea que saquemos provecho de las circunstancias más difíciles, es así que los grandes Siervos son formados, por medio de las dificultades, Él quiere lo mejor para nosotros. Recordemos que Dios está más interesado en nuestro crecimiento espiritual que en aliviar nuestro dolor. Es posible que lo mejor de Él no sea siempre lo que quisiéramos, pero debido a que su naturaleza es amarnos (1 Jn 4.8), podemos tener la absoluta certeza de que hasta las desilusiones y luchas son para nuestro bien.
¿Usted vive y cree en esto? Piense en esto y que Dios los bendiga.